sábado, 31 de marzo de 2012

Desde mi destierro voluntario

El tiempo pasa casi tan deprisa como esa carta que causará el impacto visual y emotivo en el espectador que contempla asombrado el truco del ilusionista. Hoy hace exactamente 7 meses que, con los nervios a flor de piel, asombrado, vacilante y expectante de un futuro que parecía más incierto que nunca, aterrizó mi vuelo en la, no tan fría por aquel entonces, ciudad de Vilnius. La maleta que me acompañaba a Lituania estaba cargada de ropas de abrigo, besos familiares, buenos deseos de mis amigos y la esperanza de un amor que acababa de nacer. Todo lo que aconteció después quedará implacablemente en los recuerdos que conté, los que narraré y los que para siempre callaré. Tantas cosas que debí decir y no dije, aquellas otras que debí pensar y no pensé o esas otras ocasiones en las que debí callar y no lo hice.

No es fácil vivir solo, pero gracias a Dios nunca lo he estado. Las nuevas comunicaciones ayudan, pues me hacen llegar a Jerez con sólo pulsar un botón. También conseguí “crear” un grupo de amigos, que más que amigos son familia. A todos ellos jamás los olvidaré. Y a ese primer amor, que nunca llegó a ser tal, le han seguido, con mayor o menor fortuna, algún que otro escarceo que, casi siempre en otro idioma, me han conseguido animar en determinados momentos en los que por alguna u otra razón lo necesitaba.

Sin embargo, hoy tengo que decir basta. Que se pare el mundo, necesito bajarme. Hoy no puedo seguir adelante. Nadie puede consolarme ahora. Cierro los ojos y llego a la calle Bizcocheros, a su número 46, que me anestesia con ese aroma embriagador que nos brindan los naranjos cada primavera. El azahar queda ahora eclipsado por el olor del incienso que lenta, pero firmemente me transporta a lugares ya quedados en el olvido y a momentos que quedarán para siempre guardados en la privilegiada memoria de la historia. A mis oídos llega la marcha “Amarguras” de Font de Anta y, mientras tanto, mi abuela saca mi hábito nazareno de la caja roja que tantos años ha custodiado nuestro uniforme obligatorio en Semana Santa. Abuelo Manolo besa las medallas que llevan acompañándome toda la vida. Papá ya luce elegante la túnica azul y blanca de la Amargura y mamá y mis hermanas la morada de cola de Loreto. Yo digo en silencio aquello de “bendita sea tu pureza”. Y el sol brilla por la ventana de aquella vieja casa de vecinos que me vio crecer y que hasta el día de hoy sigue vigilando y guiando todos los pasos que doy en mi vida. Y soy feliz.

Es ahora el barrio de San Miguel el que me contempla. Y al igual que Beethoven pudo componer la Novena Sinfonía, pieza musical maestra de la humanidad, con una pérdida de audición completa, yo desde mi propia sordera soy capaz de sobrecogerme con esa saeta anónima que se abalanza a la calle desde algún balcón del viejo barrio gitano. El olé posterior también es predecible, junto con los aplausos, las risas y comentarios de mis amigos Tano y Diego, quienes me enseñaron y me enseñan a vivir nuestra Semana Mayor desde otro punto de vista, mucho más de la calle, mucho más puro, mucho más nuestro. Y entre la multitud que se agolpa junto a un paso de misterio está mi “compadre” José Luis llevando la Semana Santa a aquellos que por algún azar del destino no pueden estar presentes. Y vuelvo a ser feliz.

Y se vienen a mi cabeza los versos de antiguos pregoneros jerezanos: “Matita de hierbabuena”, “a la puerta está, no cabe”, “quién pudiera sostenerte Buena Muerte”, “de los males de aquel niño, la más hermosa enfermera”, “mi único vocabulario lo aprendí junto tu falda”, “que no hay sitios Señoras para el llanto”, “que solita te quedaste Virgen de la Soledad”, “el aire que lo lleva es jerezano y bendito”, “no llamadle Prendi”, “pero es mi corazón el que ordena la levantá” y “el hijo del cielo quiso Dios que fueras”. Y sí, otra vez soy feliz.

Salgo de mi ensimismamiento y vuelvo a un escritorio de marcado corte soviético, adornado con folios, libros, esperanzas y sueños por cumplir. Mi “roomate” ucraniano se vuelve y me dice: “anything is wrong?”. A lo que yo le respondo: “Todo va perfectamente Myhailov, sólo que durante sólo un segundo no he estado aquí, no era tu compañía la que me hablaba y no este aire foráneo el que entraban en mis pulmones”. Él ríe y vuelve a poner la vista fija en su portátil, seguramente preguntándose cuán diferentes son las culturas y cuán desiguales pueden ser los sentimientos que esconden los entresijos de aquellos a los que la distancia geográfica les separa; o quizás se siga preguntando quiénes serán las figuras de ese hombre y esa mujer que con tanto cariño tengo enmarcadas en la esquina superior izquierda de mi mesita de estudio. Yo me vuelvo a ellos y les digo: “gracias por esta oportunidad que me habéis dado, gracias por este año fantástico que estoy viviendo y gracias por hacerme valorar todo aquello a lo que nunca le había dado la importancia que tenía, gracias.” Y todo esto ocurre mientras algunos copos de nieve caen desde el cielo oscuro de Lituania y sigue pasando el tiempo volando, desde mi destierro voluntario.

2 comentarios:

  1. Paco me has emocionado tio......un fuerte abrazo desde Jerez....que la Virgen en sus advocaciones de Amargura y Loreto velen por ti y te protejan...un saludo

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  2. Paco, eres lo mejor... tu familia de lituania te arropa en estos días de añoranza!!! Que grande eres, que bien escribes y como me has emocionado!!!!

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